29.3.09
19.3.09
ENROQUE AL PLACER
El humo le ardió en lo profundo de las pupilas. Sus pasos evocaban viejos rumbos. Raúl se sacudió la bruma nocturna que le había empapado los hombros y humedecido las mejillas. El fulgor azul al abrir la puerta lo cegó momentáneamente. Se encontraba otra vez en aquel viejo cabaret perdido entre las callejuelas viejas de algún barrio que no recordaba. Los habitués le hicieron un pequeño ademán con la cabeza en señal de reconocimiento. El mozo le sirvió lo de siempre. Se sentó en el rincón usual. Sus párpados pesados le indicaron que no resistiría muchas horas encorvado sobre esa mesa vieja, la más oscura.
Las primeras bailarinas le sonrieron al salir. Las plumas avejentadas le dieron asco. Los ojos agrios, hundidos en ojeras y bolsas, lo miraron llorosos. Todo era un circo patético. Las horas pasaron. La ropa volaba, como volaron los años y la gracia de todas aquellas mujeres que aparentaban la edad de sus abuelas más que la propia. Sus ojos se fueron perdiendo en viejos vicios. El alcohol corrió por sus labios abiertos. El humo de algún cigarrillo que circulaba le inundó los pulmones. Las líneas fueron desapareciendo. Los dedos buscaban algo que no encontraban. Se movían en el aire junto con su cabeza. Todo giraba. Hasta que una cara aplacó el frenesí que lo envolvía. Nadia. Los ojos abiertos como una flor juvenil, las piernas firmes, los brazos suaves, los labios seductores, semiabiertos, invitaban al pecado. Su cabellera fue cayendo en ríos interminables por la espalda desnuda. Su baile engatusador lo cegó. No vio nada más.
No vio nada más que Nadia por meses. Día tras día volvía y la veía. Él, sentado en el mismo rincón oscuro, con el alcohol y las drogas corriéndole por la sangre; doblado, torturado a más no poder por el placer. Ella, bailando seductora, las manos firmes en el caño, las piernas volando a lugares prohibidos, la ropa perdida como su inocencia. Aquellos ojos lo extraviaron. Su figura fue la perdición. Cada noche renacía en los rincones de sus piernas, de sus brazos. El humo del cigarrillo enrojecía sus ojos y los polvos variados tranquilizaban las encías. Las plumas azules, las luces, la humareda, su amor. Subía y bajaba constantemente. Él, dilapidando su vida a borbotones. Ella, entregando su amor a cuentagotas. Trató de conseguir algo, un gesto de reconocimiento, una sonrisa suspicaz, una caricia embriagadora. Nada. Ella era la nada pura. Se irritaba, le hervía la sangre cuando lo ignoraba. Pero todo se esfumaba cuando sus piernas se enlazaban, cuando su espalda desnuda, cuando sus ojos perdidos, cuando sus manos, sus labios, sus pechos…
Ella giraba y giraba. Subía y bajaba. Los brazos abiertos, los ojos insinuadores, los labios prohibidos. Terminó el espectáculo, recibió los aplausos y se retiró al camarín. Allí empezó la tarea fina de sacarse el disfraz de ramera y volver a ser sólo ella. Primero la ropa, las medias, los zapatos. Luego se calzó el jean, una camisa y las zapatillas gastadas. Se peinó el cabello revuelto. Se quitó el maquillaje. Se perfumó. Pero sólo recién cuando se sacó las pestañas postizas y se colocó los anteojos de ver, Raúl se reconoció a sí mismo en el espejo.
LA VISION
Todos se habían ido a misa. Era domingo. 11 a.m. El párroco Meléndez seguramente se encontraba en la mitad de su sermón. La noche anterior había bebido demasiado. Los feligreses, adormecidos en sus butacas. Esperando el bendito “Que así sea…” que los librara de aquel suplicio eterno.
Mientras tanto, algo se revolvía en su estómago. Sentíase rebelde por el simple hecho de haberse negado a participar de semejante parodia. La vida le había demostrado que no servía, no le hacía ningún bien. Ella vivía solo para esos momentos en que la soledad hogareña le daba cierto refugio, le permitía alejarse y volar bien lejos de todos ellos y simplemente ser auténtica consigo misma, fuera de prohibiciones.
Lentamente cruzó la habitación. Se estremeció momentáneamente, y lo vió. Estaba parado frente a ella. Rígido de la sorpresa. Las mandíbulas apretadas por su repentina aparición. La miraba fijamente, y ella sintió la obligación de mantener la mirada. Se sintió en un juego mortal, donde quien bajara la vista primero, moriría. Y murió. Pero de esta forma pudo contemplar su cuerpo musculoso, los anchos hombros, los brazos fuertes. Su cabello estaba algo alborotado, lo suficiente para tentar a meter los dedos y revolverlo aún más. No había nada en él que no le gustase, así era como debería ser. De pronto imaginó toda una vida, lo feliz que sería de estar ahí. Le sonrió. Pensó en lo sensible de sus sentimientos, de su interior. En lo frágil que era una cuando le importaba. Y que tan absurda se volvía una cuando… Se imaginó festividades, años nuevos, vacaciones en alguna playa desierta donde pudiera ser libre. Momentos que la hicieran exclamar de felicidad: “¡Mira aquella gaviota! Mira su planear majestuoso… ¿No es sencillamente perfecto?” Ella viviría para esos momentos, para estar así, para ser así. Que tranquila se sentiría por las noches cuando las arañas que anidaban en su estómago dejaran de retorcerse. Cuando dejaran de gritarle “¡¡cobarde!!” cada vez que lo pensaba, que sentía ese tirón que la llevaba a salir de la coraza en la que vivía. Pero no podía abandonarla. Se sentía segura ahí. Triste pero segura. Y después de todo, ¿qué es una sin seguridad? Se vió reflejada en los ojos de aquél muchacho apuesto, y sintió que el anhelo crecía en ella a pasos agigantados. Pronto todo cambió, y los ojos de aquél que la mirara con ternura, destellaron reproche, recriminación. Él sabía lo que ella pensaba, lo cruel que era por ser tan miedosa, tan mezquina con su libertad. Imágenes de escenas vividas salieron sin fin de sus labios apretados. No sabía como, pero ese hombre la leía entera. Le recriminaba sus faltas, se las echaba a la cara. Estaba acostumbrada al maltrato, pero esto fue demasiado para su cuerpo pequeño, encogido bajo el peso del vestido. Había sido suficiente. Se hartó. “Siempre la misma sensación…” Sacó todo el coraje que guardaba. Se enfureció. “Basta de tantos reproches, de su juzgar eterno…” ¿Quién era él para decirle qué hacer, cómo o cuándo? ¡Él no tenía ni voz ni voto! ¡Él no prevalecía! Cansada, dio un tirón a la manta y tapó su reflejo en el espejo.
EL FANTASMA DE ALBERTI
Sola, perdida…muerta. Su alma, que no había tenido felicidad en este mundo, tampoco la encontró en el otro.
La verdad de la historia de Carmen, porque así se llamaba, era que su novio, Joaquín, la había dejado plantada a metros de esa estación de subte. Perdida en llanto, rodeada por los habituales fantasmas que la atormentaban, decidió en un arrebato, tirarse a las vías justo cuando el último subte pasaba. Y allí murió. Pero no pudo descansar en paz.
Dicen que un día, muchos años después, Marcelo Ponce, estudiante vivaz de psicología, volvía cansado de una ardua jornada de lectura forzada del seminario III, tratando de hacer entrar en su cabeza requemada algo que pudiera reformular el ya tantas veces oído “un significante no significa nada”. El viaje a su casa era breve, pero, atrasado como estaba, ni siquiera lo desperdiciaba en trivialidades, y de ahí que se encontrara sentado, leyendo Lacan. Solo eventualmente levantaba la vista en las cercanías de cada estación, tratando así de evitar pasarse. Iba sentado en el primer asiento del primer vagón del subte de la línea A. Nada rondaba su mente mas que significantes desencadenados, retornos en lo real y esquemas lambda. Estaban llegando a las inmediaciones de una estación. Súbitamente levantó la vista. Un escalofrío recorrió su espalda. No sabía que era, trató de ver por la ventana pero estaba a oscuras. Todavía no habían llegado a la estación Alberti. Cuando las primeras luces aparecieron a lo lejos, sus ojos se encontraron con los de Carmen, parada en el andén.
ECLIPSE
HAMBRE
4.3.09
Dejé la marca. La puse ahí en el mismo lugar que antes. ¿La dejé muy suave? ¿La dejé muy sola? Las lomas aterradoras, pero yo dejé la marca y me fui. No regresé, como la primera vez. No gire, ni me volví… Dejé la marca sobre tu mejilla y me fui.
Dijo soy azul
Dijo aquí es lo profundo
y eso el vacío
Dijo ven, pruébame…
Quedé quieta, quedamente quedada tiesa
Gritó esto es lo azul
esto es un tercio de pelo azul!
Y es nuestra fortuna tu tortura.
Hay un pequeño trapecio que sale de mi pecho
En el trapecio, un elefante
Su pie, en mis pulmones.
No te respiro,
Vos “comenzaron a hacernos daño”
Y “escucharlos me duele” en tus oídos.
Te clavaste
¡No te podemos matar!
Que feliz sería yo
Si se callaran
Marta, el Gigante y la Negativa.
la mujer quebrada
la viajera en el barco de hule
la locura perfecta del que se pudre
la Clarissa en la cocina con la cucaracha samsiana
en el barco borracho de las noches colombianas de secuestros, naufragios y épocas interminables
que me dejé crecer las uñas hasta lo inconcebible
para poder acariciar más suavemente las flores malignas
las olas del Ouse
los árboles de Buenos Aires
Soy la llama que se extingue
La languidez profanada
de los cuerpos violados
por los dientes del lenguaje
En el crepúsculo de la vida,
saberte moradora eterna
de la infinidad de sus labios…
el espacio entre los dos, violado
palabras seducen al sentido de lo que digo
abro la cueva
penetro en ella
“He perdido el rojo”, Ahora tú lo tienes
el tedio de los fonemas
la falta en el silencio.
- ¿Por qué?
- Porque la vida es bella
- Es triste "la vida es bella"
- Eso es porque la vida es triste.
- No, es porque sería triste que la vida fuera bella...
Desde el fondo
Alargué mis dedos y esperé.
Pronto el sepia me invadió
Finalmente
una niña...
mira a ambos lados,
intenta un primer movimiento.
“No me provoques”, se sienta.
No puede más y se levanta,
pero se choca con la lámpara que nadie ve.