« Et la folie et la froideur erraient sans but dans la maison. »
Milosz
El dispositivo era simple. Una habitación en penumbra, en el primer piso, con las paredes revestidas de un papel color ocre, completamente vacía, con algunos tablones flojos en el parket del piso. Una forma indefinida se recortaba contra la escasa luz. Un ventanal segado por tablas clavadas descuidadamente, por entre las cuales todavía se filtraban retazos de la vida que seguía existiendo del otro lado del muro. El techo se sentía próximo. Las paredes oprimían la carne, pese a la distancia.
En el centro de la habitación, en el centro exacto, un piano de cola color ébano. Frente a él una rectangular banqueta forrada de terciopelo rojo oscuro. Sobre ella, la figura cansada de un joven que tendría unos veinte años. En un primer vistazo, estaba simplemente apoyando los dedos sobre las teclas blancas de marfil del piano de cola. No parecía emitir ningún sonido. Todo estaba en perfecto silencio. Hasta el natural crujir de las tablas del piso se oía con un eco que retumbaba en la vacía habitación.
El muchacho tenía una camisa, vieja, desgastada por el uso constante, metida dentro de un pantalón negro, en el cual unas gotas oscuras habían dejado sus huellas. Unos tiradores negros recortaban la blancura perdida de esa camisa, bañada en sudor. Los cabellos, medianamente largos, caían desordenados sobre la empapada frente, sobre los ojos. Una mueca constante marcaba el labio superior, en un dejo de resentimiento o de sufrimiento quizá. La camisa estaba arremangada y por debajo de ella se escapaban unos brazos flacos, pálidos, lampiños, llenos de venas sobresalientes. Las mismas se podían observar en los pies descalzos, que descansaban sobre los pedales, aparentando liviandad. El muchacho se encontraba en perfecto estado de equilibrio, sin moverse, sin que el piano sintiera el peso de sus pies o de sus dedos. Una finísima línea roja brotaba de sus muñecas y de sus tobillos, bajando por tubos transparentes que terminaban perdiéndose entre los huecos de las tablas flojas del piso. Los tubos se abrían paso por entre las cadenas, que también se perdían en los huecos del piso, y que mantenían manos y pies firmemente aprisionados.
Encadenado como estaba, el muchacho parecía casi ni respirar. Las marcas en torno a las cadenas denotaban el paso del tiempo, los vanos intentos por escaparse. Cuando la hora fue la exacta, cuando los pasos se sintieron retumbar en la planta baja de aquella casa abandonada, la espalda curva del muchacho se enderezó de un solo golpe.
Levantó la cabeza. Los ojos abiertos estaban inyectados en sangre, rodeados de oscuras ojeras, fijos en algún punto de la pared que tenía en frente. Se escuchó un sonido que quebró definitivamente el silencio de la noche. Una canilla estaba siendo girada en algún lugar de la planta baja. Inmediatamente, el muchacho cerró los ojos, mientras las cadenas comenzaban a apretarle lentamente las muñecas y los tobillos. No resistió más el dolor, y comenzó a tocar el piano. Con la primera tecla que pulsó, con el primer pedal que su pie huesudo tocó, un río de sangre brotó de las venas hacia los tubos que se perdían en el piso. Una expresión de terror invadió el rostro del muchacho mientras tocaba el piano, poseído por el compás de la música y el dolor, por las notas sangrientas que llenaban el aire saturado de la habitación.
Cuando cesó el dolor de las muñecas, y mientras las cadenas se aflojaban lentamente, su cuerpo se desplomó sin vida sobre el piano, con una última exhalación. Un pequeño lago de sangre emanaba de su boca, bañando las teclas de marfil, mezclándose con las lágrimas póstumas que emitían sus ojos. Mientras tanto, en la planta baja, en una repisa de vidrio contigua a la bañera, donde el cuerpo jovial de su padre se daba un baño de sangre, reposaba la foto de un niño de diez años sonriendo, al lado de un piano de cola color ébano.