30.4.09

El Piano

« Et la folie et la froideur erraient sans but dans la maison. »
Milosz

El dispositivo era simple. Una habitación en penumbra, en el primer piso, con las paredes revestidas de un papel color ocre, completamente vacía, con algunos tablones flojos en el parket del piso. Una forma indefinida se recortaba contra la escasa luz. Un ventanal segado por tablas clavadas descuidadamente, por entre las cuales todavía se filtraban retazos de la vida que seguía existiendo del otro lado del muro. El techo se sentía próximo. Las paredes oprimían la carne, pese a la distancia.

En el centro de la habitación, en el centro exacto, un piano de cola color ébano. Frente a él una rectangular banqueta forrada de terciopelo rojo oscuro. Sobre ella, la figura cansada de un joven que tendría unos veinte años. En un primer vistazo, estaba simplemente apoyando los dedos sobre las teclas blancas de marfil del piano de cola. No parecía emitir ningún sonido. Todo estaba en perfecto silencio. Hasta el natural crujir de las tablas del piso se oía con un eco que retumbaba en la vacía habitación.

El muchacho tenía una camisa, vieja, desgastada por el uso constante, metida dentro de un pantalón negro, en el cual unas gotas oscuras habían dejado sus huellas. Unos tiradores negros recortaban la blancura perdida de esa camisa, bañada en sudor. Los cabellos, medianamente largos, caían desordenados sobre la empapada frente, sobre los ojos. Una mueca constante marcaba el labio superior, en un dejo de resentimiento o de sufrimiento quizá. La camisa estaba arremangada y por debajo de ella se escapaban unos brazos flacos, pálidos, lampiños, llenos de venas sobresalientes. Las mismas se podían observar en los pies descalzos, que descansaban sobre los pedales, aparentando liviandad. El muchacho se encontraba en perfecto estado de equilibrio, sin moverse, sin que el piano sintiera el peso de sus pies o de sus dedos. Una finísima línea roja brotaba de sus muñecas y de sus tobillos, bajando por tubos transparentes que terminaban perdiéndose entre los huecos de las tablas flojas del piso. Los tubos se abrían paso por entre las cadenas, que también se perdían en los huecos del piso, y que mantenían manos y pies firmemente aprisionados.

Encadenado como estaba, el muchacho parecía casi ni respirar. Las marcas en torno a las cadenas denotaban el paso del tiempo, los vanos intentos por escaparse. Cuando la hora fue la exacta, cuando los pasos se sintieron retumbar en la planta baja de aquella casa abandonada, la espalda curva del muchacho se enderezó de un solo golpe.

Levantó la cabeza. Los ojos abiertos estaban inyectados en sangre, rodeados de oscuras ojeras, fijos en algún punto de la pared que tenía en frente. Se escuchó un sonido que quebró definitivamente el silencio de la noche. Una canilla estaba siendo girada en algún lugar de la planta baja. Inmediatamente, el muchacho cerró los ojos, mientras las cadenas comenzaban a apretarle lentamente las muñecas y los tobillos. No resistió más el dolor, y comenzó a tocar el piano. Con la primera tecla que pulsó, con el primer pedal que su pie huesudo tocó, un río de sangre brotó de las venas hacia los tubos que se perdían en el piso. Una expresión de terror invadió el rostro del muchacho mientras tocaba el piano, poseído por el compás de la música y el dolor, por las notas sangrientas que llenaban el aire saturado de la habitación.

Cuando cesó el dolor de las muñecas, y mientras las cadenas se aflojaban lentamente, su cuerpo se desplomó sin vida sobre el piano, con una última exhalación. Un pequeño lago de sangre emanaba de su boca, bañando las teclas de marfil, mezclándose con las lágrimas póstumas que emitían sus ojos. Mientras tanto, en la planta baja, en una repisa de vidrio contigua a la bañera, donde el cuerpo jovial de su padre se daba un baño de sangre, reposaba la foto de un niño de diez años sonriendo, al lado de un piano de cola color ébano.

12.4.09

Cruces

El lunes 23 de marzo de 2009 a las 8.30 de la mañana ingresa en el salón Lucila Ibáñez; lleva un conjunto llamativamente provocador. Camina un par de metros hasta el punto donde se cruza con Carmencita Torres, que lleva un peinado bastante atípico a su usual rodete comprimidor de sesos y piensa si quizá Carmencita habrá tenido una noche de sexo salvaje y lujuria. Sonriendo con sorna, y un poco de malicia, hace gesto de “no puede ser” (léase: mueve de derecha a izquierda la cabeza lentamente, con movimientos cortos y descendentes, de manera que al terminar tiene la pera casi rozándole la blusa blanca semitransparente) mientras pasa a su lado alguien. Lucila Ibáñez sigue caminando con paso elegante pero ligero y un par de metros más allá, al notar que le duele el brazo, gira la cabeza y mira hacia el lugar donde alguien (“seguramente una pasante”) está agachada recogiendo algo. Lucila nota que ha chocado con la importante columna de material y, con la vista hacia el techo, nota que hay una viga un poco peligrosa. Resuelve hacer la buena acción del día. Entra decidida a la oficina del gerente y cierra la puerta.

El lunes 23 de marzo de 2009 a las 7.15 de la mañana ingresa en la sala Carmencita Torres, con paso apurado, labios apretados y ceño fruncido. El rodete, intacto y perfecto, como todas las mañanas, le da un aire militar. Deja su cartera en el piso, al lado de su silla. Se dirige al baño, mientras observa cómo todos los cubículos están vacíos. Piensa: “irresponsables” (léase: levanta la ceja izquierda y la comisura derecha, mientras mueve la cabeza de izquierda a derecha, siempre a la misma altura, y finaliza el gesto cerrando los párpados y revoleando los ojos alternativamente). Entra en el baño de mujeres, se pinta los labios, se arquea las pestañas y sale. Entra en el baño de hombres, donde el gerente la está esperando. Sin siquiera mirarse, entran en un cubículo. A las 8.15 escucha pasos. Levanta la cabeza y mira al gerente justo dos minutos antes de que alguien abra la puerta y los choque. La persona sale corriendo, mientras el gerente grita algo sobre una reunión. Ella, enojada, le reclama que ese es el lugar donde se encuentra con todas (hace énfasis en esa palabra), y acomodándose la pollera y la blusa sale furiosa del baño, antes de que él logre decir alguna excusa mediocre. Con paso militar sigue caminando, mientras con una carilina se limpia los labios y el mentón. Llega a su cubículo, agarra unos papeles y sigue caminando. Se cruza con Lucila Ibáñez. Una vez en la cocina se pregunta que hace con esos papeles, y nota, en el reflejo de la pava, que tiene el pelo despeinado. Rápidamente vuelve a su cubículo, justo para encontrar a Lilia Montes hurgando en su cartera (la de Carmencita Torres). Gritando, llama al gerente, que sale de la oficina junto con Lucila Ibáñez, momento en que Carmencita Torres le grita: ¡hijodeputayosabía!

El lunes 23 de marzo de 2009 a las 8.10 de la mañana, ingresa al salón por la puerta de servicio Lilia Montes. Se lleva por delante varios tachos de basura llenos de papeles y, antes de que los de limpieza inicien el reclamo de todos los días de “¿por qué no entra por la puerta principal como el resto de los empleados?”, ella hace un gesto con la mano de “ya me encargo de todo”. Se agacha, se arremanga y, parada sobre sus zapatitos viejos de tacos inseguros, comienza a juntar los papeles. En eso una mano masculina la levanta del brazo y le dice que no se preocupe, que se vaya a trabajar y deje de hacer el ridículo. Mientras Lilia sigue caminando escucha que el otro dice “10 años haciendo lo mismo...”. Hace oídos sordos y se arregla la blusa mientras camina hacia el baño. Abre la puerta con la mano derecha, mientras sigue mirando al piso y recriminándose su actitud anterior. Con la misma mano derecha abre la puerta del primer cubículo que encuentra, pero está ocupado. Se da cuenta con horror que la cabeza del director está ahí, con lo que seguramente es el resto de su cuerpo. Sale corriendo mientras se reprocha no haber notado los mingitorios al entrar. El gerente le grita que más tarde pase por su oficina, que tiene algo importante que comunicarle. Ella, aterrada, le dice que sí, desde afuera. Llega a su cubículo y junta unos papeles que tiene que faxear. Para no llevarse a nadie por delante, espera a que pase Carmencita Torres, y va detrás de ella. Desde atrás observa que su peinado está raro. Piensa que quizá tuvo un accidente, como ella. Siente un gran cariño y respeto por Carmencita, siempre tan prolija y recta. Pensando en esto, en lo parecidas que son, en que podrían haber sido hermanas, en que le va a decir de almorzar juntas, se lleva por delante a Lucila Ibáñez. Con horror la mira, creyendo que le va a gritar. Y ya se está achicando para recibir el reto cuando nota que ella sigue caminando sin siquiera percibirla. Lilia se agacha a recoger los papeles, que se le cayeron en el choque, mientras ve que Lucila se detiene y gira la cabeza, mirándola. Lilia le hace un gesto de disculpas, hasta murmura (se ha quedado sin voz) “perdón...”, pero Lucila lleva los ojos al aire y se va derecho a la oficina del gerente, dando un portazo. “¡Ahora sí que la hice! Me van a echar...”, piensa Lilia, mientras se derrumba sobre, lo que luego se da cuenta, es la cartera de Carmencita Torres.
De ti hacia ti,
volviéndose desde el fondo, observa…
Calla, ¿no ves los pájaros volando en tus ojos?
¿No ves la muerte agazapada entre los labios?
Pronto no serás más que una sombra en mis dedos
pronto no serás más que mi locura y mi muerte.

Quizá la luna
Quizá el viento, las hojas
Quizá el miedo entrando por la ventana
Me ayuden a callar las voces de mi conciencia agazapada.