7.11.09
Agostina lee en "Lecturas en el Living" (06/11)
29.8.09
En el espejo (frag.)
- Tú y yo no somos – le espetó.
- Tú y yo no somos…no somos…tú…y yo. – le sonrió la mujer en la pared en el pasillo en el edificio abandonado.
- Sí, así es. Tú y yo. No.
- ¿Estás segura? – susurró una voz en la habitación a oscuras. Giró la cabeza. Intentó ver en la oscuridad.
- ¿Quién…? "
"(...) A lo lejos el sol terminaba de ocultarse, dando paso a la noche. Unos grillos se refugiaban en los matorrales para comenzar sus canciones eróticas. Al pensar en esto, Julia recordó que era tarde. Dejó a la señora Thornquist y se retiró a su habitación en el edificio abandonado, donde estaba la señorita Lobos parada en el pasillo para susurrarle “Vanesa”..."
Muy pronto... En el espejo !! (pequeña nouvelle en estado de corrección permanente)
19.6.09
Ouse
Observó a un niño a lo lejos. Se escondió entre los juncos. El miedo la invadió con un dolor en la piel, en el estómago. Miedo a que la descubrieran, a que la detuvieran. Quedó sola otra vez, en silencio. Las voces partieron de su pecho, en una onda expansiva de esporas que se alejaron con el viento. Pensó en la carta que dormía en su escritorio. Pensó en su pluma, en el tintero que ya no tocaría. Se miró los dedos, viejos, ajados, descuidados. Sintió la textura del papel en ellos. Miró su mano vacía de pensamientos. Las ideas caían como retazos. Las observó por más tiempo del que llevó tomar la piedra y colocarla en el bolsillo. Acallar las voces en la frialdad del río.
Encontrar tranquilidad.
8.6.09
25.5.09
17.5.09
30.4.09
El Piano
« Et la folie et la froideur erraient sans but dans la maison. »
Milosz
El dispositivo era simple. Una habitación en penumbra, en el primer piso, con las paredes revestidas de un papel color ocre, completamente vacía, con algunos tablones flojos en el parket del piso. Una forma indefinida se recortaba contra la escasa luz. Un ventanal segado por tablas clavadas descuidadamente, por entre las cuales todavía se filtraban retazos de la vida que seguía existiendo del otro lado del muro. El techo se sentía próximo. Las paredes oprimían la carne, pese a la distancia.
En el centro de la habitación, en el centro exacto, un piano de cola color ébano. Frente a él una rectangular banqueta forrada de terciopelo rojo oscuro. Sobre ella, la figura cansada de un joven que tendría unos veinte años. En un primer vistazo, estaba simplemente apoyando los dedos sobre las teclas blancas de marfil del piano de cola. No parecía emitir ningún sonido. Todo estaba en perfecto silencio. Hasta el natural crujir de las tablas del piso se oía con un eco que retumbaba en la vacía habitación.
El muchacho tenía una camisa, vieja, desgastada por el uso constante, metida dentro de un pantalón negro, en el cual unas gotas oscuras habían dejado sus huellas. Unos tiradores negros recortaban la blancura perdida de esa camisa, bañada en sudor. Los cabellos, medianamente largos, caían desordenados sobre la empapada frente, sobre los ojos. Una mueca constante marcaba el labio superior, en un dejo de resentimiento o de sufrimiento quizá. La camisa estaba arremangada y por debajo de ella se escapaban unos brazos flacos, pálidos, lampiños, llenos de venas sobresalientes. Las mismas se podían observar en los pies descalzos, que descansaban sobre los pedales, aparentando liviandad. El muchacho se encontraba en perfecto estado de equilibrio, sin moverse, sin que el piano sintiera el peso de sus pies o de sus dedos. Una finísima línea roja brotaba de sus muñecas y de sus tobillos, bajando por tubos transparentes que terminaban perdiéndose entre los huecos de las tablas flojas del piso. Los tubos se abrían paso por entre las cadenas, que también se perdían en los huecos del piso, y que mantenían manos y pies firmemente aprisionados.
Encadenado como estaba, el muchacho parecía casi ni respirar. Las marcas en torno a las cadenas denotaban el paso del tiempo, los vanos intentos por escaparse. Cuando la hora fue la exacta, cuando los pasos se sintieron retumbar en la planta baja de aquella casa abandonada, la espalda curva del muchacho se enderezó de un solo golpe.
Levantó la cabeza. Los ojos abiertos estaban inyectados en sangre, rodeados de oscuras ojeras, fijos en algún punto de la pared que tenía en frente. Se escuchó un sonido que quebró definitivamente el silencio de la noche. Una canilla estaba siendo girada en algún lugar de la planta baja. Inmediatamente, el muchacho cerró los ojos, mientras las cadenas comenzaban a apretarle lentamente las muñecas y los tobillos. No resistió más el dolor, y comenzó a tocar el piano. Con la primera tecla que pulsó, con el primer pedal que su pie huesudo tocó, un río de sangre brotó de las venas hacia los tubos que se perdían en el piso. Una expresión de terror invadió el rostro del muchacho mientras tocaba el piano, poseído por el compás de la música y el dolor, por las notas sangrientas que llenaban el aire saturado de la habitación.
Cuando cesó el dolor de las muñecas, y mientras las cadenas se aflojaban lentamente, su cuerpo se desplomó sin vida sobre el piano, con una última exhalación. Un pequeño lago de sangre emanaba de su boca, bañando las teclas de marfil, mezclándose con las lágrimas póstumas que emitían sus ojos. Mientras tanto, en la planta baja, en una repisa de vidrio contigua a la bañera, donde el cuerpo jovial de su padre se daba un baño de sangre, reposaba la foto de un niño de diez años sonriendo, al lado de un piano de cola color ébano.
12.4.09
Cruces
El lunes 23 de marzo de 2009 a las 7.15 de la mañana ingresa en la sala Carmencita Torres, con paso apurado, labios apretados y ceño fruncido. El rodete, intacto y perfecto, como todas las mañanas, le da un aire militar. Deja su cartera en el piso, al lado de su silla. Se dirige al baño, mientras observa cómo todos los cubículos están vacíos. Piensa: “irresponsables” (léase: levanta la ceja izquierda y la comisura derecha, mientras mueve la cabeza de izquierda a derecha, siempre a la misma altura, y finaliza el gesto cerrando los párpados y revoleando los ojos alternativamente). Entra en el baño de mujeres, se pinta los labios, se arquea las pestañas y sale. Entra en el baño de hombres, donde el gerente la está esperando. Sin siquiera mirarse, entran en un cubículo. A las 8.15 escucha pasos. Levanta la cabeza y mira al gerente justo dos minutos antes de que alguien abra la puerta y los choque. La persona sale corriendo, mientras el gerente grita algo sobre una reunión. Ella, enojada, le reclama que ese es el lugar donde se encuentra con todas (hace énfasis en esa palabra), y acomodándose la pollera y la blusa sale furiosa del baño, antes de que él logre decir alguna excusa mediocre. Con paso militar sigue caminando, mientras con una carilina se limpia los labios y el mentón. Llega a su cubículo, agarra unos papeles y sigue caminando. Se cruza con Lucila Ibáñez. Una vez en la cocina se pregunta que hace con esos papeles, y nota, en el reflejo de la pava, que tiene el pelo despeinado. Rápidamente vuelve a su cubículo, justo para encontrar a Lilia Montes hurgando en su cartera (la de Carmencita Torres). Gritando, llama al gerente, que sale de la oficina junto con Lucila Ibáñez, momento en que Carmencita Torres le grita: ¡hijodeputayosabía!
El lunes 23 de marzo de 2009 a las 8.10 de la mañana, ingresa al salón por la puerta de servicio Lilia Montes. Se lleva por delante varios tachos de basura llenos de papeles y, antes de que los de limpieza inicien el reclamo de todos los días de “¿por qué no entra por la puerta principal como el resto de los empleados?”, ella hace un gesto con la mano de “ya me encargo de todo”. Se agacha, se arremanga y, parada sobre sus zapatitos viejos de tacos inseguros, comienza a juntar los papeles. En eso una mano masculina la levanta del brazo y le dice que no se preocupe, que se vaya a trabajar y deje de hacer el ridículo. Mientras Lilia sigue caminando escucha que el otro dice “10 años haciendo lo mismo...”. Hace oídos sordos y se arregla la blusa mientras camina hacia el baño. Abre la puerta con la mano derecha, mientras sigue mirando al piso y recriminándose su actitud anterior. Con la misma mano derecha abre la puerta del primer cubículo que encuentra, pero está ocupado. Se da cuenta con horror que la cabeza del director está ahí, con lo que seguramente es el resto de su cuerpo. Sale corriendo mientras se reprocha no haber notado los mingitorios al entrar. El gerente le grita que más tarde pase por su oficina, que tiene algo importante que comunicarle. Ella, aterrada, le dice que sí, desde afuera. Llega a su cubículo y junta unos papeles que tiene que faxear. Para no llevarse a nadie por delante, espera a que pase Carmencita Torres, y va detrás de ella. Desde atrás observa que su peinado está raro. Piensa que quizá tuvo un accidente, como ella. Siente un gran cariño y respeto por Carmencita, siempre tan prolija y recta. Pensando en esto, en lo parecidas que son, en que podrían haber sido hermanas, en que le va a decir de almorzar juntas, se lleva por delante a Lucila Ibáñez. Con horror la mira, creyendo que le va a gritar. Y ya se está achicando para recibir el reto cuando nota que ella sigue caminando sin siquiera percibirla. Lilia se agacha a recoger los papeles, que se le cayeron en el choque, mientras ve que Lucila se detiene y gira la cabeza, mirándola. Lilia le hace un gesto de disculpas, hasta murmura (se ha quedado sin voz) “perdón...”, pero Lucila lleva los ojos al aire y se va derecho a la oficina del gerente, dando un portazo. “¡Ahora sí que la hice! Me van a echar...”, piensa Lilia, mientras se derrumba sobre, lo que luego se da cuenta, es la cartera de Carmencita Torres.
volviéndose desde el fondo, observa…
Calla, ¿no ves los pájaros volando en tus ojos?
¿No ves la muerte agazapada entre los labios?
Pronto no serás más que una sombra en mis dedos
pronto no serás más que mi locura y mi muerte.
Quizá la luna
Quizá el viento, las hojas
Quizá el miedo entrando por la ventana
Me ayuden a callar las voces de mi conciencia agazapada.
29.3.09
19.3.09
ENROQUE AL PLACER
El humo le ardió en lo profundo de las pupilas. Sus pasos evocaban viejos rumbos. Raúl se sacudió la bruma nocturna que le había empapado los hombros y humedecido las mejillas. El fulgor azul al abrir la puerta lo cegó momentáneamente. Se encontraba otra vez en aquel viejo cabaret perdido entre las callejuelas viejas de algún barrio que no recordaba. Los habitués le hicieron un pequeño ademán con la cabeza en señal de reconocimiento. El mozo le sirvió lo de siempre. Se sentó en el rincón usual. Sus párpados pesados le indicaron que no resistiría muchas horas encorvado sobre esa mesa vieja, la más oscura.
Las primeras bailarinas le sonrieron al salir. Las plumas avejentadas le dieron asco. Los ojos agrios, hundidos en ojeras y bolsas, lo miraron llorosos. Todo era un circo patético. Las horas pasaron. La ropa volaba, como volaron los años y la gracia de todas aquellas mujeres que aparentaban la edad de sus abuelas más que la propia. Sus ojos se fueron perdiendo en viejos vicios. El alcohol corrió por sus labios abiertos. El humo de algún cigarrillo que circulaba le inundó los pulmones. Las líneas fueron desapareciendo. Los dedos buscaban algo que no encontraban. Se movían en el aire junto con su cabeza. Todo giraba. Hasta que una cara aplacó el frenesí que lo envolvía. Nadia. Los ojos abiertos como una flor juvenil, las piernas firmes, los brazos suaves, los labios seductores, semiabiertos, invitaban al pecado. Su cabellera fue cayendo en ríos interminables por la espalda desnuda. Su baile engatusador lo cegó. No vio nada más.
No vio nada más que Nadia por meses. Día tras día volvía y la veía. Él, sentado en el mismo rincón oscuro, con el alcohol y las drogas corriéndole por la sangre; doblado, torturado a más no poder por el placer. Ella, bailando seductora, las manos firmes en el caño, las piernas volando a lugares prohibidos, la ropa perdida como su inocencia. Aquellos ojos lo extraviaron. Su figura fue la perdición. Cada noche renacía en los rincones de sus piernas, de sus brazos. El humo del cigarrillo enrojecía sus ojos y los polvos variados tranquilizaban las encías. Las plumas azules, las luces, la humareda, su amor. Subía y bajaba constantemente. Él, dilapidando su vida a borbotones. Ella, entregando su amor a cuentagotas. Trató de conseguir algo, un gesto de reconocimiento, una sonrisa suspicaz, una caricia embriagadora. Nada. Ella era la nada pura. Se irritaba, le hervía la sangre cuando lo ignoraba. Pero todo se esfumaba cuando sus piernas se enlazaban, cuando su espalda desnuda, cuando sus ojos perdidos, cuando sus manos, sus labios, sus pechos…
Ella giraba y giraba. Subía y bajaba. Los brazos abiertos, los ojos insinuadores, los labios prohibidos. Terminó el espectáculo, recibió los aplausos y se retiró al camarín. Allí empezó la tarea fina de sacarse el disfraz de ramera y volver a ser sólo ella. Primero la ropa, las medias, los zapatos. Luego se calzó el jean, una camisa y las zapatillas gastadas. Se peinó el cabello revuelto. Se quitó el maquillaje. Se perfumó. Pero sólo recién cuando se sacó las pestañas postizas y se colocó los anteojos de ver, Raúl se reconoció a sí mismo en el espejo.
LA VISION
Todos se habían ido a misa. Era domingo. 11 a.m. El párroco Meléndez seguramente se encontraba en la mitad de su sermón. La noche anterior había bebido demasiado. Los feligreses, adormecidos en sus butacas. Esperando el bendito “Que así sea…” que los librara de aquel suplicio eterno.
Mientras tanto, algo se revolvía en su estómago. Sentíase rebelde por el simple hecho de haberse negado a participar de semejante parodia. La vida le había demostrado que no servía, no le hacía ningún bien. Ella vivía solo para esos momentos en que la soledad hogareña le daba cierto refugio, le permitía alejarse y volar bien lejos de todos ellos y simplemente ser auténtica consigo misma, fuera de prohibiciones.
Lentamente cruzó la habitación. Se estremeció momentáneamente, y lo vió. Estaba parado frente a ella. Rígido de la sorpresa. Las mandíbulas apretadas por su repentina aparición. La miraba fijamente, y ella sintió la obligación de mantener la mirada. Se sintió en un juego mortal, donde quien bajara la vista primero, moriría. Y murió. Pero de esta forma pudo contemplar su cuerpo musculoso, los anchos hombros, los brazos fuertes. Su cabello estaba algo alborotado, lo suficiente para tentar a meter los dedos y revolverlo aún más. No había nada en él que no le gustase, así era como debería ser. De pronto imaginó toda una vida, lo feliz que sería de estar ahí. Le sonrió. Pensó en lo sensible de sus sentimientos, de su interior. En lo frágil que era una cuando le importaba. Y que tan absurda se volvía una cuando… Se imaginó festividades, años nuevos, vacaciones en alguna playa desierta donde pudiera ser libre. Momentos que la hicieran exclamar de felicidad: “¡Mira aquella gaviota! Mira su planear majestuoso… ¿No es sencillamente perfecto?” Ella viviría para esos momentos, para estar así, para ser así. Que tranquila se sentiría por las noches cuando las arañas que anidaban en su estómago dejaran de retorcerse. Cuando dejaran de gritarle “¡¡cobarde!!” cada vez que lo pensaba, que sentía ese tirón que la llevaba a salir de la coraza en la que vivía. Pero no podía abandonarla. Se sentía segura ahí. Triste pero segura. Y después de todo, ¿qué es una sin seguridad? Se vió reflejada en los ojos de aquél muchacho apuesto, y sintió que el anhelo crecía en ella a pasos agigantados. Pronto todo cambió, y los ojos de aquél que la mirara con ternura, destellaron reproche, recriminación. Él sabía lo que ella pensaba, lo cruel que era por ser tan miedosa, tan mezquina con su libertad. Imágenes de escenas vividas salieron sin fin de sus labios apretados. No sabía como, pero ese hombre la leía entera. Le recriminaba sus faltas, se las echaba a la cara. Estaba acostumbrada al maltrato, pero esto fue demasiado para su cuerpo pequeño, encogido bajo el peso del vestido. Había sido suficiente. Se hartó. “Siempre la misma sensación…” Sacó todo el coraje que guardaba. Se enfureció. “Basta de tantos reproches, de su juzgar eterno…” ¿Quién era él para decirle qué hacer, cómo o cuándo? ¡Él no tenía ni voz ni voto! ¡Él no prevalecía! Cansada, dio un tirón a la manta y tapó su reflejo en el espejo.
EL FANTASMA DE ALBERTI
Sola, perdida…muerta. Su alma, que no había tenido felicidad en este mundo, tampoco la encontró en el otro.
La verdad de la historia de Carmen, porque así se llamaba, era que su novio, Joaquín, la había dejado plantada a metros de esa estación de subte. Perdida en llanto, rodeada por los habituales fantasmas que la atormentaban, decidió en un arrebato, tirarse a las vías justo cuando el último subte pasaba. Y allí murió. Pero no pudo descansar en paz.
Dicen que un día, muchos años después, Marcelo Ponce, estudiante vivaz de psicología, volvía cansado de una ardua jornada de lectura forzada del seminario III, tratando de hacer entrar en su cabeza requemada algo que pudiera reformular el ya tantas veces oído “un significante no significa nada”. El viaje a su casa era breve, pero, atrasado como estaba, ni siquiera lo desperdiciaba en trivialidades, y de ahí que se encontrara sentado, leyendo Lacan. Solo eventualmente levantaba la vista en las cercanías de cada estación, tratando así de evitar pasarse. Iba sentado en el primer asiento del primer vagón del subte de la línea A. Nada rondaba su mente mas que significantes desencadenados, retornos en lo real y esquemas lambda. Estaban llegando a las inmediaciones de una estación. Súbitamente levantó la vista. Un escalofrío recorrió su espalda. No sabía que era, trató de ver por la ventana pero estaba a oscuras. Todavía no habían llegado a la estación Alberti. Cuando las primeras luces aparecieron a lo lejos, sus ojos se encontraron con los de Carmen, parada en el andén.
ECLIPSE
HAMBRE
4.3.09
Dejé la marca. La puse ahí en el mismo lugar que antes. ¿La dejé muy suave? ¿La dejé muy sola? Las lomas aterradoras, pero yo dejé la marca y me fui. No regresé, como la primera vez. No gire, ni me volví… Dejé la marca sobre tu mejilla y me fui.
Dijo soy azul
Dijo aquí es lo profundo
y eso el vacío
Dijo ven, pruébame…
Quedé quieta, quedamente quedada tiesa
Gritó esto es lo azul
esto es un tercio de pelo azul!
Y es nuestra fortuna tu tortura.
Hay un pequeño trapecio que sale de mi pecho
En el trapecio, un elefante
Su pie, en mis pulmones.
No te respiro,
Vos “comenzaron a hacernos daño”
Y “escucharlos me duele” en tus oídos.
Te clavaste
¡No te podemos matar!
Que feliz sería yo
Si se callaran
Marta, el Gigante y la Negativa.
la mujer quebrada
la viajera en el barco de hule
la locura perfecta del que se pudre
la Clarissa en la cocina con la cucaracha samsiana
en el barco borracho de las noches colombianas de secuestros, naufragios y épocas interminables
que me dejé crecer las uñas hasta lo inconcebible
para poder acariciar más suavemente las flores malignas
las olas del Ouse
los árboles de Buenos Aires
Soy la llama que se extingue
La languidez profanada
de los cuerpos violados
por los dientes del lenguaje
En el crepúsculo de la vida,
saberte moradora eterna
de la infinidad de sus labios…
el espacio entre los dos, violado
palabras seducen al sentido de lo que digo
abro la cueva
penetro en ella
“He perdido el rojo”, Ahora tú lo tienes
el tedio de los fonemas
la falta en el silencio.
- ¿Por qué?
- Porque la vida es bella
- Es triste "la vida es bella"
- Eso es porque la vida es triste.
- No, es porque sería triste que la vida fuera bella...
Desde el fondo
Alargué mis dedos y esperé.
Pronto el sepia me invadió
Finalmente
una niña...
mira a ambos lados,
intenta un primer movimiento.
“No me provoques”, se sienta.
No puede más y se levanta,
pero se choca con la lámpara que nadie ve.